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La mea culpa que aún le falta reconocer al New York
Times
1 de junio
de 2004.
Algunos
tropiezos conocidos del New York Times.
Todo el
mundo se sintió conmocionado cuando el poderoso New York Times
reconoció, hace apenas unos días, haber mantenido una cobertura
distanciada de la realidad con respecto a la existencia de armas
biológicas y de destrucción masiva en Irak, pretexto esgrimido por la
administración de George W. Bush para invadir esa nación. La amplia
cobertura con la que este importante medio abordó el tema iraquí en los
meses antes de la invasión, contribuyó en gran medida a que el pueblo
norteamericano tuviera una percepción errónea sobre las causas que
provocaron el conflicto, a la par que favoreció a la impunidad de la
Casa Blanca en su campaña bélica internacional. De hecho, el New York
Times fue un cómplice más de esta maquinación.
Muchas son
las causas que provocaron esta cobertura equivocada y llena de
falsedades y que, sin lugar a dudas, no excluyen el comprometimiento de
los medios de la gran prensa norteamericana al gobierno y su
subordinación a los “intereses de seguridad nacional”, en un ambiente
complejo provocado después del fatídico 11 de septiembre, que supo
aprovechar el gobierno de extrema derecha de George W. Bush para anular
prácticamente las libertades democráticas y exacerbar un forzado e
inducido patriotismo.
El propio
Daniel Okrent, defensor del Lector de dicho rotativo, señaló algunas de
estas causas:
¨
Divulgar y dar crédito a informaciones sin confirmar
sobre supuesta existencia de armas químicas, biológicas y nucleares en
Iraq, sobre todo cuando las mismas provenían de dudosas fuentes
(funcionarios del Pentágono que solicitaban el anonimato y exiliados
iraquíes) que hicieron al rotativo ser manipulado por el gobierno.
¨
Dejarse llevar, por tanto, por el ansia de primicias, sin
corroborar las informaciones recibidas y automáticamente divulgarlas.
¨
Se desoyeron las opiniones de periodistas responsables,
los cuales solicitaron verificar dichas informaciones, en etapas
previas a su publicación.
Con
independencia del reconocimiento de los errores por parte de la
dirección del New York Times y de su defensor del Lector, la mea culpa
no elimina las dudas sobre un posible comprometimiento del periódico a
los dictados de la administración Bush e, incluso, su subordinación a
los intereses gubernamentales, cosa que no es totalmente nueva en los
últimos tiempos. Muchos no olvidan el sometimiento de las principales
cadenas de televisión con respecto a las noticias a divulgar bajo los
requerimientos goebelianos de la Ley USA Patriot impuestos por la Casa
Blanca a los medios de información norteamericanos.
La mea
culpa, por tanto, deja serias dudas sobre la honestidad de la dirección
del rotativo, más si se tiene en cuenta que, salvo excepciones, su
cobertura sobre distintos aspectos de la situación internacional ha
dejado mucho que desear por su parcialidad y su comprometimiento a la
extrema derecha norteamericana. Aún se recuerda cómo el New York Times
fue vocero de los guerreristas de la Casa Blanca durante el conflicto en
Viet Nam y su postura incondicional hacia el aumento de la escalada
militar en Indochina. También, y no puede ocultarse, este rotativo
santificó las criminales agresiones a Panamá y Granada, de la misma
manera que justificó los genocidas bombardeos a Yugoeslavia.
Uno de esos
momentos, sin lugar a dudas, fue el reciente conflicto entablado entre
el New York Times y el gobierno brasileño, luego de que su corresponsal
en Brasil, William Larry Rother Jr, publicó un artículo en el que se
tildaba al presidente Luis Ignacio Lula da Silva de ser un alcohólico.
En dicho artículo, titulado “Hábito de beber del presidente se
convierte en preocupación nacional”, se trata de desvirtuar la figura de
Lula de manera irrespetuosa.
Ante la
repulsa levantada entre los brasileños y la solidaridad inicial
manifestada por la dirección del periódico con su corresponsal, se le
retiro la visa a Rother. Días después el periodista del Times se
disculpó y se le dejó permanecer en Brasil. El suceso, sin embargo, dejó
luego de su solución final serias dudas sobre el papel desestabilizador
del rotativo norteamericano en Brasil y cómo en su trasfondo respondía
a intereses del Departamento de Estado yanqui y a sus campañas
desinformativas.
Otro hecho
reprobable que vincula al New York Times a sórdidos manejos de la
realidad y a hacer gala del veneno mediático, lo fue la publicación el
5 de enero de 2003 de un artículo sobre Cuba. Bajo la firma de Timothy
Golden, el New York Times lanzó serias acusaciones contra la Isla que no
difieren en nada de los mismos perversos argumentos que siempre han
empleado los personeros del gobierno norteamericano.
Si infames
fueron la excrecencias vertidas en el artículo de Golden al escribir
sobre Cuba, todavía más deleznables fueron sus calumnias al
referirse a los Cinco Héroes cubanos que guardan injusta prisión en
Estados Unidos. Con argumentos retorcidos trató de presentar a estos
luchadores antiterroristas como vulgares criminales y espías,
desvirtuando las verdaderas motivaciones que los llevaron a enfrentar el
más cruel terrorismo ejercido contra su Patria. En aquella ocasión, el
New York Times cometía uno de sus más atroces errores al comprometerse
con la mentira y dejar a un lado a la justicia y la razón. Timothy
Golden, como veremos, pasó a convertirse de un genuflexo periodista a un
servil instrumento de la infamia.
El New
York Times, Posada Carriles y la FNCA.
Uno de los
pocos momentos en que el Times de New York abordó con seriedad el tema
Cuba, lo fue la publicación de dos reportajes en julio de 1998, en los
cuales sus autores, Ann Louise Bardach y Larry Rother, dan a conocer
declaraciones del conocido terrorista Luis Posada Carriles, en los que
el mismo implicó a la Fundación Nacional Cubano Americana de financiar
los atentados cometidos contra hoteles en Cuba.
Con la
elocuencia digna de un criminal sin escrúpulos, Posada Carriles narró a
sus entrevistadores sus inicios como asalariado de la CIA en 1960, así
como facetas de su largo historial como terrorista. No omitió un solo
detalle de su fuga en Venezuela cuando purgaba una condena por su
participación de un avión comercial cubano en pleno vuelo, hecho
criminal que provocó la muerte a 73 personas inocentes. Fue un escape
garantizado por la propia FNCA y así lo declaró sin ambages.
Los
articulistas también destacaron el tácito reconocimiento de Posada
Carriles sobre su involucramiento en los atentados terroristas contra
hoteles, discotecas y restaurantes de Ciudad de la Habana y Varadero,
hechos que provocaron la muerte al turista italiano Fabio Di Celmo,
varios heridos y cuantiosos daños materiales. El reclutamiento de
mercenarios centroamericanos por parte de Posada Carriles para ejecutar
tales acciones, respondió, según él, a un plan organizado y financiado
desde Miami, por parte de la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA).
El criminal
de Barbados detalló los abastecimientos en dinero, que alcanzaron los
200 000 dólares, recibidos por él de parte de Jorge Mas Canosa, el
extinto Chairman de la FNCA, para realizar dichos atentados.
Por
supuesto, ambos artículos crearon una desacostumbrada conmoción entre la
mafia terrorista de Miami. Incrédulos y sorprendidos por la noticia, los
altos directivos de la FNCA se pusieron en guardia y reaccionaron de
manera descompuesta.
“La idea de
que algún miembro de la Fundación ha estado, está o estará involucrado
en actos de violencia contra el régimen de Castro es una mentira, pura y
llana”, declaró el presidente de la FNCA, Alberto Hernández de forma
airada. Y como para no dejar lugar a las dudas, agregó en la conferencia
de prensa convocada por él el 15 de julio de 1998: “Esto nos es
periodismo. Esto es una guerra política”.
Por su
parte, Jorge Mas Santos, hijo del fundador de la FNCA, declaró con
visible ira y turbación: “Estos artículos son ofensivos y difamatorios”.
Luego de
recibir la primera estocada y rebasar la sorpresa, la FNCA intentó pasar
a la contraofensiva, anunciando que demandaría al New York Times por
difamación. Para ellos, según su apreciación, no había un solo cabo
suelto que pudiera colocarlos en una situación desventajosa frente al
rotativo neoyorkino. Se olvidaban, por supuesto que yo había sido
testigo y participante de estos planes de atentado contra instalaciones
turísticas cubanas y había recibido de parte de altos directivos de la
FNCA el dinero y las orientaciones para ejecutarlos. Se olvidaban
también que “Pepe” Hernández, su presidente, y dos de sus directores,
Arnaldo Monzón Plasencia y Horacio Salvador García Cordero, estaban
involucrados directamente en la planificación, financiamiento y
organización de los mismos. Se olvidaban, por último, que fueron ellos
los que me pusieron en contacto con Luis Posada Carriles para que éste
me entrenara y abasteciera con los explosivos a detonar en el famoso
cabaret “Tropicana”.
A pesar del
alboroto de la FNCA y de sus intentos por desvincularse de las
acusaciones realizadas contra ella, a pesar de sus amenazas contra el
New York Times, yo siempre supe que esta vez el criminal de Barbados no
mintió. Cuba también lo sabía y se dedicó a estudiar la situación. En
tal sentido, el portavoz de la cancillería cubana, Alejandro González,
declaró al respecto: “Lo consideramos sumamente interesante. Estamos
siguiendo el curso del debate”.
Una
verdad ocultada por el New York Times y de la que nunca hubo una mea
culpa.
El New York
Times, aparentemente interesado en esos momentos por profundizar en el
tema del terrorismo, sobre la base de las confesiones hechas a Larry
Rother y a Ann Louise Bardach por Luis Posada Carriles, así como
protegiéndose de la amenaza de la FNCA de entablarle pleito por
difamación, envió a Cuba a uno de sus más sobresalientes reporteros,
Timothy Golden. Durante dos semanas, con la total cooperación de las
autoridades cubanas, este periodista recibió amplia información sobre la
participación de la FNCA y otros grupos terroristas en las agresiones
contra la Isla. Pudo entrevistarse con cinco centroamericanos detenidos
en la Habana y con varios oficiales de la Seguridad del Estado de Cuba,
los que le impusieron de minuciosa información al respecto.
El 12 de
junio de 1998 fue recibido por el presidente de los Consejos de Estado y
de Ministros, Fidel Castro, con quien mantuvo una larga conversación. De
la misma manera, fue atendido por Ricardo Alarcón de Quesada, presidente
de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Como resultado de estos
fructíferos contactos para Golden, éste recibió un amplio dossier,
similar al que Cuba había entregado unos días antes al FBI,
específicamente en junio de 1998. No existían dudas, pues, que el New
York Times contaba con pruebas suficientes para enfrentarse a la FNCA en
un posible litigio legal, a la par que con información suficiente para
realizar un serio y profundo trabajo periodístico en relación con el
tema en cuestión.
En mi caso
particular, manteniéndome yo todavía en mi condición de colaborador
secreto de la seguridad cubana y encontrándome en Miami, infiltrado aún
dentro del ala terrorista de la FNCA y de otro grupo de similar
condición, Cuba Independiente y Democrática (CID), fui convocado a la
Habana el 5 de agosto de 1998. Ya se había tomado la decisión de
“quemarme” en aras de denunciar el permanente terrorismo contra nuestra
Patria.
Aún recuerdo
con nostalgia mi arribo al Aeropuerto Internacional “José Martí”. La
presencia en el mismo de dos mis oficiales de caso, me corroboró la
certidumbre de que mi vida anónima al servicio de Cuba estaba a punto
de culminar. No sé realmente cuántos sentimientos se agolparon en mi
corazón en esos momentos, tampoco conocía la razón de mi apurado retorno
a la Isla, pero supe que no volvería más a Miami.
El 13 de
agosto de 1998 me entrevisté con Timothy Golden en una casa del reparto
Siboney. Había recibido instrucciones de la jefatura de que fuera franco
y abierto con mi interlocutor, y que debía atenerme a relatarle lo que
había sido mi vida como luchador antiterrorista. En sus ojos y en el
resto de su gestualidad, no lo niego, percibí el profundo interés por
conocer al detalle mis vínculos con la FNCA y Luis Posada Carriles. Me
pareció, a qué negarlo, un periodista serio y diligente.
Reconozco,
sin embargo, que fue difícil para mí ser sincero y abierto ante un
periodista norteamericano totalmente desconocido y ser precisamente yo,
quien había guardado celosamente, durante años, mi participación en
este anónimo batallar, el llamado a retarle nombres y hechos que
constituían un sagrado secreto para mí hasta ese momento. Como me fue
orientado, me apegué a la verdad y le narré todo, sin ocultar detalles.
Fueron más
de tres largas horas de entrevista en las que Golden grabó y apuntó
cada pormenor. Fumamos ambos, hasta terminarnos una caja de mis
cigarrillos. Él revisó todos mis documentos de identificación con
precisión y argucia. Luego nos despedimos con un apretón de manos.
Golden, mis compañeros y yo, lo sabíamos: Cuba había dado a conocer al
New York Times a uno de sus más antiguos colaboradores en la lucha
contra el terrorismo, lo que constituía un importante sacrificio en
nombre de la verdad.
En mi caso
personal, a pesar de que acepté dar este pasó que cambiaría mi vida a
favor de la Revolución, me sentí inicialmente deprimido, más que
orgulloso. Hubiera preferido mantenerme combatiendo de manera anónima
como lo había hecho hasta ese momento. Sin embargo, acepté como un
soldado y con la plena convicción del beneficio resultante de esta
decisión.
En un
sospechoso silencio, los meses transcurrieron y el New York Times no se
dignaba a publicar noticia o referencia alguna sobre las múltiples
pruebas aportadas por Cuba. Para sorpresa nuestra, treinta días después
de mi entrevista con Golden fueron apresados nuestros hermanos en Miami
y recibieron el escarnio y el odio del grupo intolerante de la extrema
derecha miamense. La prensa y otros medios de comunicación se pusieron
al servicio de esos espurios intereses.
En
reiteradas ocasiones me pregunto: ¿Se hubiera podido desarrollar ese
amañado juicio contra nuestros Cinco Héroes en Miami, si Timothy Golden
y el New York Times hubieran publicado toda la verdad sobre el
terrorismo contra Cuba? ¿Hubiera sido la misma la suerte corrida por
ellos e igual la percepción del público norteamericano? ¿Hubieran
triunfado, acaso, con la misma facilidad como sucedió, la intolerancia
y el odio contra Cuba? ¿No se hubieran evitado tal vez, otros hechos
terroristas ocurridos con posterioridad a estos sucesos, como lo fue el
intento de asesinato a Fidel en Panamá o la infiltración de terroristas
en abril del 2001 con la finalidad de explotar bombas en Tropicana?
No cabe la
menor duda que el New York Times tiene una gran deuda con Cuba y conmigo
en particular. Una gran deuda también con la verdad a la que traicionó
por descarada omisión o por cuestionable compromiso con la ultraderecha
de Miami y con la administración norteamericana. Pero lo más objetable
para un periódico son las deudas que contrajo con sus propios lectores,
a los que traicionó también y les despojó de una importante verdad.
Si el New
York Times se precia de ser capaz de reparar errores, creo que ha
llegado el momento de esgrimir una sincera “mea culpa” por haber
escondido la verdad en este capítulo del terrorismo contra Cuba.
Entonces, no lo niego, tendría razón Juan María Alponte, profesor de la
Facultad Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM cuando comentó en un
artículo aparecido el lunes 31 de mayo de 2004, en el Universal de
México, que “The New York Times, que rectifica y esclarece, con
gran valor ético, muchas de sus informaciones sobre Irak seguramente,
desde esa admirable autocrítica, el diario podrá observar los problemas
mundiales, cubanos y latinoamericanos, desde una perspectiva histórica
que no da la razón a George W. Bush. “
También, por supuesto, el señor Okrent podría sentirse más orgulloso
de su periódico y el lector tendría el inigualable privilegio de leer
cada página del mismo, a sabiendas de que allí aparecerá la verdad ante
sus ojos por dura que ésta sea.
Hay una
realidad, entonces, la “mea culpa” que falta al New York Times, más que
todo, se ha convertido en una cuestión de dignidad.

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