La reelección del presidente Bush para un nuevo
mandato al frente de la Casa Blanca, ha causado un, aunque no por
esperado, inusual alboroto dentro de los sectores ultra conservadores de
la contrarrevolución cubana radicada en Miami, así como entre los
miembros de la “disidencia” artificial fabricada por Washington dentro
de la Isla.
Un breve
análisis del desempeño anticubano de Bush, permite a cualquiera arribar
a la conclusión de que éste ha dirigido una de las administraciones más
agresivas dentro de la beligerancia yanqui contra la Revolución Cubana.
Baste recordar que, haciendo uso del más despreciable diversionismo
ideológico, Estados Unidos se ha dedicado a acusar al gobierno cubano
de violar reiteradamente los derechos humanos de sus ciudadanos y ha
capitaneado esta campaña difamatoria buscando enrolar en la misma a la
Unión Europea y a diversos gobiernos latinoamericanos.
Otro de
sus manidos argumentos contra Cuba ha sido el de acusarla de cómplice
del terrorismo y de significar una poderosa amenaza contra la seguridad
nacional de los Estados Unidos.
Los reiterados ataques ideológicos dirigidos contra
la Isla han tenido el claro propósito de crear las condiciones
propicias para promover una agresión armada contra los cubanos, luego de
que los Estados Unidos han obtenido relativos triunfos en Irak y
Afganistán mediante el empleo de su política de guerra preventiva y
derrocamiento de regímenes “hostiles” a su concepción “democrática”.
La estrategia anticubana de Bush, sustentada
mediante un complejo tinglado de agresividad que abarca desde la más
cruel guerra económica hasta la promoción y financiamiento del
terrorismo, la organización y subvención de una quinta columna
contrarrevolucionaria, campañas aislacionistas, terrorismo ideológico y
la implementación de leyes encaminadas a aherrojar la independencia
económica de Cuba, está dirigida a eliminar por cualquier vía al
gobierno revolucionario cubano y promover dentro de Cuba un cambio
político que favorezca sus intereses de dominación en América Latina. El
viejo y añorado sueño de destruir a la Revolución Cubana es, sin lugar a
dudas, el mayor golpe que podrían propinarle a las ansias de libertad de
los pobres de todo el mundo de hoy.
Con esta carta de presentación, Bush se ha granjeado
la simpatía de todos aquellos que durante décadas han pretendido
eliminar a Fidel y detener la lucha de los cubanos por alcanzar una
sociedad más justa y plena, particularmente, la de los representantes de
los grupos terroristas radicados en suelo norteamericano. No por gusto,
Bush se apresuró a marchar a la Florida unos días antes de las
elecciones. El domingo 31 de octubre, en un acto celebrado en este
estado, colmado por terroristas y viejos enemigos de la Revolución, Bush
declaró: “Los próximos cuatro años mantendremos la presión para que el
regalo de la libertad finalmente llegue a los hombres y mujeres de Cuba.
No descansaremos, mantendremos la presión hasta que el pueblo cubano
disfrute de las mismas libertades en la Habana que reciben aquí en
Estados Unidos”.
Dos
hechos sucedidos inmediatamente después de su reelección, evidencian el
continuismo de la agresividad norteamericana contra Cuba. El primero de
ellos lo constituyó un comunicado de prensa, emitido el 4 de noviembre
por Richard Boucher, portavoz del Departamento de Estado, en el cual se
ataca a Cuba y se le acusa de violar los derechos humanos. Con los
mismos retorcidos argumentos, sostenidos en la infamia y la mentira, se
declara: “estados Unidos condena el abuso perpetrado por el régimen
cubano contra los partidarios del cambio pacífico y la reforma. Pedimos
a ese régimen que cese su represión y libere a todos los prisioneros
políticos. Sólo una Cuba en la que las libertades fundamentales son
respetadas y donde florece la sociedad civil independiente estará en
condiciones de hacer una transición pacífica a la democracia”.
El segundo hecho lo representó una carta enviada por
Bush a los organizadores de un seminario anticubano que se celebra
actualmente en Miami, auspiciado por el Instituto de Estudios Cubanos y
Cubanoamericanos, de la Universidad de Miami, y por la Embajada de la
República Checa en Estados Unidos. Los participantes en este evento,
celebrado bajo el pomposo nombre de “La transición del comunismo: las
lecciones aprendidas y los cambios que enfrenta Cuba”, quedaron
satisfechos con la misiva de Bush, en la que se expresa: “No hay dudas
de que los once millones de cubanos que viven bajo una brutal dictadura,
desean vivir en libertad, como un día comenzaron a hacerlo los ex países
comunistas de Europa Oriental al final del siglo pasado”. En esta
oportunidad, terroristas y oportunistas políticos, asesinos y
arribistas, intolerantes y lacayos, mercenarios y conservadores,
festejaron al unísono las palabras del presidente Bush.
El viaje
de Bush a la Florida previo a las elecciones, así como su apresurada
carta a quienes pretenden repetir en la Isla los tristes avatares de la
“revolución de terciopelo”, no han sido casuales. Bush tiene bien claro
que los grupos terroristas de Miami y la fabricada disidencia dentro de
Cuba son por ahora, mientras urde la loca aventura de atacar a la Isla,
son sus cartas de triunfo y las marionetas con las que puede articular
sus políticas agresivas.
No ha sido casual que, luego del triunfo de Bush en
unas elecciones en las que venció la ignorancia política y el miedo,
sembrados dentro del pueblo norteamericano, muchos de los asalariados de
Washington en Miami y en la Habana se apresuraran a manifestar su
complacencia.
Lincoln
Díaz Balart, acérrimo enemigo de los cubanos y corrupto congresista,
declaró: “La verdad es que estas elecciones le cerraron todos los
caminos a Castro”.
Por su parte, la Fundación Nacional Cubano Americana
(FNCA), tantas veces denunciada como antro de terroristas, declaró en la
voz de Camila Ruiz, una de sus directoras: “Estamos muy contentos de
poder seguir trabajando con la Administración del presidente Bush para
lograr un cambio democrático en Cuba”.
Ninoska
Pérez Castellón, directora del Consejo por la Libertad de Cuba, una de
las más conservadoras, intolerantes y agresivas organizaciones del
autotitulado exilio miamense, declaró: “Considero que durante los
próximos cuatro años en la Casa Blanca, Bush cumplirá con su promesa de
apresurar el fin de la dictadura del presidente cubano Fidel Castro, y
de ser el aliado del pueblo cubano para ayudarlo a obtener su libertad”.
Toda la
calle Ocho y las emisoras de Miami festejaron el triunfo de Bush. La
vana esperanza de terminar con la Revolución Cubana pareció renacer de
la desesperanza y el aburrimiento de los más recalcitrantes. Los más
cautos, callaron. El cansancio de preparar apresuradamente las maletas
para regresar y luego verse en el bochorno de tener que deshacerlas,
primó en ellos. Por ello, a fuer de ser sincero, debo reconocer que la
gran mayoría de los cubanos residentes en Miami recibió la noticia con
cautela y preocupación. Este triunfo significaría para todos el
mantenimiento de las fronteras artificiales impuestas por Bush a la
familia cubana a partir de las restricciones a los viajes y al envío de
ayuda a sus familiares.
Por
último, los más lacayunos de los asalariados de Washington, aquellos que
cambian el derecho a decir la verdad por unas cuantas monedas, también
celebraron el triunfo de Bush bajo la tutela de James Cason. Por todos
es conocida la fiesta electorera montada por el iluso pro cónsul
norteamericano en su residencia. Entre tragos y come latas, los
quintacolumnistas y mercenarios votaron por Bush en gran mayoría. Al
hacerlo, votaron por el bloqueo, por las agresiones contra su propio
pueblo y, sobre todo, por el infamante rol de ser los nuevos Judas de
este tiempo. Un inflado y dudoso 83 % fue el resultado favorable
obtenido por Bush en esta farsa.
Días
después, muchos de estos mercenarios y asalariados de la Casa Blanca,
cual simbólicas meretrices del oportunismo y la ambición, escribieron
cartas de felicitación al mandatario e hicieron declaraciones de apoyo a
su nuevo mandato. La traición a su pueblo quedaba sellada una vez más.
Para los cubanos dignos, los que están a favor de
una sociedad más justa y de la democracia que se cultiva con esfuerzo y
sudor, optimismo y fe, tan distinta a la falsa democracia que se
fabrica por otros y a su propia conveniencia, la reelección de Bush
significa estar más en guardia todavía. Aquí, si se decide a hacerlo, el
presidente norteamericano sufrirá la más aplastante derrota que pudiera
imaginar en su oscuro y triste papel como gobernante y como político.