Créalo o no, yo
conocí a Luís Posada Carriles en una ocasión. Y no fue en un
encuentro común, ni casual; tan peculiar en los hombres corrientes y
dedicados a vivir una vida normal. No fue, entonces, un encuentro
ocasional en una fiesta, ni esperando a nuestros hijos a la salida de
una escuela o, en el mejor de los casos, para relacionarnos como dos
personas que laboran juntas o tienen algún punto de coincidencia en
sus vidas. Lo conocí, es cierto, pero no fue el destino quien nos
juntó. Fue la mano del odio y el terror quien nos reunió esa vez. Yo
estaba allí para ser entrenado por él en el detestable arte de
asesinar. Él, por su parte, estaba allí para hacer de mí un criminal
más. Así fue nuestro encuentro.
Me lo topé
aquella mañana del 23 de noviembre de 1994, a la que nunca podré
olvidar, en una lujosa habitación del hotel Camino Real, de Ciudad
Guatemala. Llegó allí junto a Gaspar Jiménez Escobedo para reunirse
conmigo y para dar cumplimiento a las instrucciones de nuestros jefes
miamenses de la Fundación Nacional Cubano Americana: entrenarme en
el manejo de artefactos explosivos y abastecerme con dos poderosas
cargas de explosivos plásticos del tipo C – 4, las que posteriormente
yo colocaría en el Cabaret habanero Tropicana y en un hotel cubano.
Poco conversamos
entre nosotros. En el ambiente pulcro de la habitación sólo se
enseñoreaba un sucio propósito: matar a quien fuera para dar al traste
con la Revolución Cubana. Mientras ambos, Posada y Jiménez Escobedo,
me adiestraban en el manejo del mecanismo de relojería, haciendo gala
de una envidiable destreza, no pude ver en ninguno de ellos ni
preocupación ni remordimientos. Tal vez sólo les preocupaba que este
guatemalteco, al cual tenían ante sí, enviado por Pepe Hernández, el
viejo socio de correrías y actual presidente de la FNCA, aprendiera
bien la lección. De eso dependía un golpe demoledor contra Castro y
la esperada recompensa monetaria que todos alcanzaríamos.
Noté
satisfacción en los rostros de ambos, obeso el de Gaspar y casi
inexpresivo el de Posada, cuando comprobaron que yo ya dominaba el
arte del armado de la máquina de muerte. Entonces me sonrieron con
desenfado y pronosticaron un éxito anticipado para “nuestros planes”.
La trama urdida meses antes en Miami parecía estar en marcha y
destinada a tener un feliz desenlace para ellos, pero infeliz y
doloroso para los centenares de víctimas de tan funesto plan.
Al día
siguiente, como habíamos acordado, me volvieron a visitar. Esta vez
traían en una bolsa plática en la que aparecía el logo del hotel dos
pomos plásticos conteniendo ambas cargas explosivas. Junto a los dos
aparatos de relojería y las baterías AAA, me entregaron un estuche con
plumones, en dos de los cuales habían enmascarado dos detonadores
metálicos. No dijeron otra cosa al despedirse, salvo desearme suerte.
Y la necesitaría realmente y no dudo que fueron sinceros al deseármela:
de mi propia suerte dependería la suerte de sus malévolos planes.
Confieso que
nunca los volví a ver en persona. Sólo al día siguiente, la noche del
24 de noviembre, cuando ambos cenaban en uno de los restaurantes del
hotel. Sentados junto a otras personas, degustaban plácidamente los
sugestivos platos del chef. Sonreían ambos como si nada les preocupara.
Ya habían cumplido su encargo y eso los hacía permanecer tranquilos y
despreocupados.
A Gaspar Jiménez
Escobedo lo vi la mañana siguiente en el Aeropuerto La Aurora. Se
marchaba a Miami con el objetivo de informar a sus jefes de la FNCA
que había cumplido su misión. Posaba permaneció en Centroamérica,
urdiendo nuevos planes en la sombra, con la anuencia y la indulgencia
de varios gobiernos de la región. Por mi parte, yo marché hacia la
Habana. Llevaba conmigo un encargo de muerte, pero estaba seguro que
nunca se cumplirían los planes de los jefes terroristas de Posada
Carriles, ni los que este individuo había urdido conmigo en un hotel
de Guatemala. Todos ellos ignoraban que este mercenario, al que habían
involucrado en sus funestos planes, era en realidad un combatiente
internacionalista de la Seguridad cubana. La suerte de los cientos de
turistas que visitaban Tropicana por esos días, estaba echada:
vivirían.
Mucho después
conocí de nuevos planes en los que participó Posada Carriles, junto a
otros mafiosos de Miami, con el objetivo de consumar sus planes de
muerte contra los cubanos y su invicto líder. Habían quedado atrás los
hechos terroristas cometidos contra instalaciones turísticas en Cuba,
en los que Posada empleó a diversos mercenarios centroamericanos. Supe,
por ejemplo, que Posada gustaba de tramar atentados y sabotajes desde
el confort de algún hotel centroamericano y repitió aquella
experiencia vivida en Guatemala, esta vez en otro lujoso hotel: el
Holiday Inn.
Durante varios
días, entre el 10 y el 21 de julio de 1998, se efectuaron varias
reuniones entre Posada Carriles y tres terroristas radicados en Miami:
Enrique Bassas, Ramón Font y Luís Orlando Rodríguez. El propósito fue
preparar un atentado contra Fidel durante su próxima visita a
República Dominicana, en ocasión de celebrarse allí, entre los días
20 y 25 de agosto de ese año, un encuentro de jefes de estado de la
Asociación de Estados del Caribe.
El siniestro
plan había comenzado a urdirse un poco antes, cuando Posada viajó a
Nicaragua el 26 de marzo de ese mismo año, desembarcando en el
Aeropuerto Internacional “Augusto César Sandino” con una identidad
falsa; usaba el pasaporte salvadoreño Nro.143258, expedido a Franco
Rodríguez MENA. Con 10 000 dólares entregados a él por Arnaldo Monzón
Plasencia fue a contactar a varios contrarrevolucionarios radicados en
la ciudad de estela para adquirir dos lanzacohetes portátiles y cierta
cantidad de C – 4.
Días después, el
7 de mayo, Posada regresó a Nicaragua para agilizar la compra de los
explosivos y los lanzacohetes. Esta vez penetraría por el Paso de Las
Manos, procedente de Honduras. No era extraño, por tanto, que Posada
empleara esta frecuente movilidad sin ser molestado. Gozaba con total
apoyo de altos jefes dentro de los gobiernos centroamericanos y él,
sin lugar a dudas, supo aprovechar esta ventaja.
Los hechos
acontecidos después son del conocimiento de todos. La captura en
Panamá de Posada Carriles junto a su inseparable Gaspar Jiménez
Escobedo, así como con Guillermo Novo Sampoll y Pedro Crispín Remón,
fueron cubiertos por los medios de prensa internacional. El intento de
asesinar a Fidel, las presiones sobre la justicia panameña por parte
de personeros de la mafia miamense y el gobierno norteamericano, así
como la posterior y arbitraria excarcelación de los terroristas por
parte de la ex presidenta Mireya Moscoso, conmocionaron a la opinión
pública mundial.
Violando
abiertamente leyes internacionales y el sentido de la justicia, Novo
Sampoll, Jiménez Escobedo y Remón, encontraron refugio dentro de
territorio norteamericano. Por su parte, Posada Carrilles se escondió
en San Pedro Sula, Honduras, gozando de la impune hospitalidad de sus
socios contrarrevolucionarios radicados en esa ciudad. El gobierno
hondureño jamás reconoció la permanencia del asesino en ese país.
Luego, como todos sabemos, vendría la noticia: Posada Carrilles
buscaba asilo dentro de los Estados Unidos.
Mientras Eduardo
Soto, su abogado, así como su eterno compinche, Santiago Álvarez,
reconocen su permanencia en territorio norteamericano, las autoridades
norteamericanas niegan que esté en ese país, A muchos podrán engañar
con sus mentiras, pero a los que los hemos conocido resulta difícil
engañarnos. Santiago Álvarez ha sido la cara pública del apoyo
contrarrevolucionario a Posada, mientras sus viejos socios de la FNCA
y algunos agrupados hoy en el Consejo por la Libertad de Cuba (CLC),
han permanecido ayudándolo en secreto. Esa es la pura verdad.
Yo me pregunto a
la luz de los últimos acontecimientos relacionados con Posada
Carriles:
¿Por qué si
quieren saber dónde está Posada Carriles, no han seguido los pasos de
sus compinches de prisión en Panamá? No sería la primera vez que
Jiménez Escobedo, Novo Sampoll y Crispín Remón, acudieran en su ayuda.
Gasparito, sobre todo, siempre ha sido en emisario encargado de
transportar ayuda a Posada y de sacarlo de los problemas en los que se
ha metido.
¿Por qué si
quieren hallar a Posada Carriles en Miami, no han buscado en las
lujosas residencias de Alberto Hernández, Feliciano Foyo, Pepe
Hernández, Roberto Martín Pérez, Enrique Basas y otros? Si siguieran
los movimientos de estos macabros personajes, comprobarían que ellos
están desembolsando grandes sumas de dinero para mantener al
terrorista y lo han visitado en esa ciudad.
No hay peor
ciego que el que no quiere ver, reza un viejo refrán. Bastaría, pues,
que el FBI y el Departamento de Seguridad de la Patria dedicaran un
poco de esfuerzo para hallarlo. A esos terroristas, sin lugar a dudas,
los crearon los propios Estados Unidos y el diablo ha tenido el triste
papel de unirlos. Sigan al diablo y él les dirá el paradero de su hijo
predilecto.